Fotografía: Dopa, Dina Bellrham
Es claro que éste es el poema gobernante, prolífico. Pero mi tortuga está hambrienta, quisiera rozar mi dedo índice en su cabeza, que sencillamente me la imagino viscosa como sus patas traseras, todas mis fobias se concentran en unos besos hasta que mi boca queda plisada en el vidrio donde la observo, y mi mano cuenta escudos en su caparazón. Mi tortuga se eleva, y pienso que ama tanto mis dedos en sus placas que le he provocado un orgasmo. Todo mi cuerpo se concentra en el poema que va a nacer. Lúdico, y mi cerebro se llena de cabezas de penes; debería masturbarme antes de escribir. La tierna, muda, pug, de ojos intranquilos, que me recuerdan a alguien que una vez me cortó algo, está extrañada; mi cuerpo es violento, mi mano baja y atrapa una ola, hasta que es arrastrada al fondo y pierde los dedos. Mi vejiga está hinchada que debo correr con el short junto a los pies y mi perra espera en la puerta del baño, cuando realmente no alcanzo a verla, se rompen otras olas, mi mascota me parece una fotografía vidriosa. Me vuelve el poema, que debo, es obvio, hay que escribir, todas las ideas están metidas en los pulmones; pero la flema se ha movido, no sé si está, o se fue en la ola, o se quedaron prendidas en el filo de uno de mis vellos púbicos, o está en mitad de la uña, junto con estreptococos, cuando bajó mi mano. He cocinado mis pies dos horas en la tina, culpándome, mi rostro es un anciano en el espejo, pero los senos siguen erectos, rosados como las vulvas de las nenas en aquellas maternidades donde sus nombres están escritos tan bellamente, mientras sus familias las miran desde el vidrio, y plisan sus manos, además de sus bocas. De lo desnudo que estaba mi reflejo ahora tiene medias de colores azules y verdes haciendo cuadros, hay dos centímetros de piel hasta llegar a una licra, la chompa blanca es amplia que podría entrar un librero o una nube. El poema reposa en mi saliva, y estoy otoñal. Yo misma soy hija, y tengo dos hijos, la niña duerme en el piso, almohada y osito del tamaño de ella, no puedo abrazarla, tan finísima, entra en mi cuello, si pudiera contarle fábulas… es muda, no habla como el otro, oscuro como la noche. Mi amiga me pregunta si escribo poemas, en este instante, ella es la liebre, olvida su antigüedad que perdemos tiempo presentándonos continuamente. Miento. Le he dicho que el poema es magnífico, y vuelve a su etereidad: el asesino aparece en escena apenas dos amantes terminan una buena actuación coital. Reímos hasta que nuestra columna se curva, me duele exageradamente el diafragma que recuerdo que no hay poema.